Había quedado atrapada en el capítulo final de una disputa que se remontaba 300 años atrás, cuando hombres de la familia Preston robaron el libro que todos los muertos vivientes habían firmado con sangre. Hasta que el líder satanista (Ernest Borgnine) pudiera recuperar el libro, realmente no controlaría las almas bajo su mando.
Pero no quiere el libro. No, él también quiere a los Preston: no descansará hasta que todos hayan besado a Satanás y le hayan entregado sus almas. Entonces pueden pasar la eternidad parados afuera bajo la lluvia del diablo.
Pero . . . ¿Qué es la lluvia del diablo? Esta es una pregunta frecuente en «La lluvia del diablo» y, créanme, a menudo se responde. Imagínatelo de esta manera: todas las cosas buenas de la vida están en un lado de un plato de vidrio, y tú en el otro, y está lloviendo de tu lado, bunky. Pasas el tiempo rascando el vidrio y suplicando que te dejen entrar.
Sería muy divertido si la película no fuera tan terriblemente aburrida. El problema es que el material es demasiado delgado. Aquí no hay suficiente para llenar un largometraje. Sin duda es por eso que tenemos tantos paisajes áridos llenos de música solitaria y aburrimiento.
Sin embargo, hay algunas buenas escenas, especialmente aquellas en las que aparece Ernest Borgnine. Viste su traje satanista oficial, todo en terciopelo rojo y en contraste con las túnicas negras con capucha de sus discípulos. Tienen las cuencas de los ojos vacías y, cuando les disparas, resulta que están llenas de una sustancia verde lechosa que parece gelatina que no se ha endurecido.
Borgnine a veces desaparece en grandes bocanadas de humo, solo para reaparecer como el mismísimo diablo, con cuernos de cabra, barba y ojos feroces. Imaginamos a Borgnine leyendo el guión y diciéndole a su agente: «¡Esta es una obra que debo hacer mía!» Él hace una risa agradable y malvada y un gruñido obsceno pasable y sale con estilo, terminando en una boca de alcantarilla en el infierno.
