Combinando suspenso, drama político y emociones sobrenaturales, «La Llorona» de Jayro Bustamante es un recuento moderno de la clásica historia de terror de una figura fantasmal de una mujer llorando que mató a sus hijos. Arraigando la historia en la historia más reciente de los despiadados líderes militares de Guatemala y sus esfuerzos por acabar con las tribus indígenas, esta versión de «La Llorona» encuentra un nuevo terreno emocional. No es solo una historia aterradora, sino un doloroso reflejo de la injusticia.
Incluso cuando el actual gobierno guatemalteco intenta llevar al general ante la justicia por sus crímenes, evita cualquier repercusión debido a un detalle técnico. Los manifestantes descienden a su lujosa morada, cantando, tamborileando y tratando desesperadamente de hacerse oír. Durante un tiempo, el general y su familia siguieron con su vida sin interrupciones (salvo alguna que otra ventana rota y un interminable ruido en la distancia) hasta que la mayoría de sus trabajadores nativos se fueron por miedo al comportamiento cada vez más errático de Enrique. Una nueva trabajadora del hogar, Alma (María Mercedes Coroy), cuyo nombre significa «espíritu» en español, llega para ayudar a la familia, pero no de la forma prevista.
La familia del general no es un frente unido. Su esposa, Carmen (Margarita Kenefic), alberga sus propios prejuicios contra los indígenas mayas ixiles, culpándolos por la infidelidad de su esposo y los problemas legales de la familia. Su hija, Natalia (Sabrina De La Hoz), duda de la proclamada inocencia de su familia, pero su madre le prohíbe investigar el caso y ella lo abandona. Hay una curiosidad e ingenuidad en la nieta del General -la pequeña hija de Natalia, Sara (Ayla-Elea Hurtado) – que la lleva a confiar más en Alma que en los demás, al tiempo que señala inocentemente en qué se diferencia el recién llegado.
Bustamante, quien coescribió el guión con Lisandro Sánchez, no quiere asustar a los espectadores con pesadillas de La Llorona. La extrañeza de la película proviene más bien de su atmósfera texturizada. Hay una frescura recorriendo la cinematografía de Nicolás Wong, como si el metraje estuviera sumergido, lo suficientemente profundo debajo de la superficie que incluso la luz del día parece más débil de lo habitual. El diseño de producción distorsiona la opulenta casa en la que el público entra en una mansión encantada, un ataúd del que no hay escapatoria.